Casi todos mis amigos y yo mismo, estamos cercanos a traspasar "el día de mañana". Transcribo ahora unos párrafos entresacados del Discurso del Papa Juan Pablo II, que dirigió el 31 de octubre de 1998 al Consejo Pontificio para la Pastoral de los Agentes Sanitarios. Me parece oportuno meditarlos, nosotros y quienes nos ayudan y soportan.
Dijo el Papa:
"La ancianidad es la tercera etapa de la existencia: la vida que nace, la vida que crece y la vida que llega a su ocaso son tres momentos del misterio de la existencia de la vida humana.
Nuestro tiempo se caracteriza por un aumento de la duración de la vida que, unido a la disminución de la fertilidad, ha llevado a un notable envejecimiento de la población mundial.
Por primera vez en la historia del hombre, la sociedad se encuentra frente a una profunda alteración de la estructura de la población, que la obliga a modificar sus estrategias asistenciales, con repercusiones en todos los niveles. Se trata de volver a proyectar la sociedad y discutir nuevamente su estructura económica, así como la visión del ciclo de la vida y de las interacciones entre las generaciones. Es un verdadero desafío planteado a la sociedad, la cual es justa en la medida en que responde a las necesidades asistenciales de todos sus miembros: su grado de civilización es proporcional a la protección de los miembros más débiles del entramado social.
En esta obra también han de ser llamados a participar los ancianos, considerados muchas veces sólo destinatarios de intervenciones asistenciales; las personas ancianas pueden alcanzar con los años una mayor madurez en inteligencia, equilibrio y sabiduría. . De aquí se deduce que no hay que considerar a las personas ancianas sólo como objeto de atención, cercanía y servicio. También ellas pueden dar una valiosa contribución a la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias que han adquirido a lo largo de los años, pueden y deben ser transmisoras de sabiduría y testigos de esperanza y caridad
La relación entre familia y ancianos ha de verse como una relación en la que se da y se recibe. También los ancianos dan: no se puede ignorar su experiencia, madurada a lo largo de los años. Aunque ésta, como puede suceder, no esté en sintonía con los tiempos que cambian, hay toda una serie de vivencias que pueden transformarse en fuente de numerosas sugerencias pare los familiares, constituyendo la continuación del espíritu de grupo, de las tradiciones, de las opciones profesionales, de las fidelidades religiosas, etc. Conocemos todas las relaciones privilegiadas que existen entre los ancianos y los niños. Pero también los adultos, si saben crear en torno a los ancianos un clima de consideración y afecto, pueden obtener de ellos sabiduría y discernimiento pare realizar opciones prudentes.
Ulteriores observaciones han de hacerse también por lo que respecta a la asistencia socio-sanitaria y de rehabilitación, que muchas veces puede resultar necesaria. El progreso de la técnica al servicio de la salud alarga la vida, pero no necesariamente mejora su calidad. Es preciso elaborar estrategias asistenciales que consideren en primer lugar la dignidad de las personas ancianas y les ayuden, en la medida de lo posible, a conservar un sentido de autoestima, para que no les suceda que, sintiéndose un peso inútil, lleguen a desear y pedir la muerte
La Iglesia, defiende la vida desde sus primeros albores hasta su fin natural con la muerte. Sobre todo para esta última fase, que a menudo se prolonga durante meses y años y crea problemas muy graves, apelo hoy a la sensibilidad de las familias para que acompañen a sus seres queridos hasta el término de su peregrinación terrena.
El respeto que debemos a los ancianos me obliga a elevar, una vez más, mi voz contra todos los métodos de acortar la vida, que se conocen con el nombre de eutanasia. Frente a una mentalidad secularizada que no tiene respeto por la vida, especialmente cuando es débil, debemos subrayar que es un don de Dios, en cuya defensa todos estamos comprometidos. Este deber corresponde, en particular, a los agentes sanitarios, cuya misión especifica consiste en ser «ministros de la vida» en todas sus fases, especialmente en las que están marcadas por la debilidad y la enfermedad.
La eutanasia es un atentado contra la vida, que ninguna autoridad humana puede legitimar, puesto que la vida del inocente es un bien del que no se puede disponer. Dirigiéndome ahora a todas las personas ancianas del mundo, quisiera decirles: amadísimos hermanos y hermanas, no os desaniméis: la vida no termina aquí, en la tierra; por el contrario aquí tiene sólo su inicio. Debemos ser testigos de la resurrección. La alegría debe ser la característica de las personas ancianas; una alegría serena, porque los tiempos corren y se aproxima la recompensa que el Señor Jesús ha preparado para sus siervos fieles. ¡Cómo no pensar en las conmovedoras palabras del apóstol Pablo: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí: sino a todos los que tienen amor a su venida»! (2 Tm 4, 7-8).
Por primera vez en la historia del hombre, la sociedad se encuentra frente a una profunda alteración de la estructura de la población, que la obliga a modificar sus estrategias asistenciales, con repercusiones en todos los niveles. Se trata de volver a proyectar la sociedad y discutir nuevamente su estructura económica, así como la visión del ciclo de la vida y de las interacciones entre las generaciones. Es un verdadero desafío planteado a la sociedad, la cual es justa en la medida en que responde a las necesidades asistenciales de todos sus miembros: su grado de civilización es proporcional a la protección de los miembros más débiles del entramado social.
En esta obra también han de ser llamados a participar los ancianos, considerados muchas veces sólo destinatarios de intervenciones asistenciales; las personas ancianas pueden alcanzar con los años una mayor madurez en inteligencia, equilibrio y sabiduría. . De aquí se deduce que no hay que considerar a las personas ancianas sólo como objeto de atención, cercanía y servicio. También ellas pueden dar una valiosa contribución a la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias que han adquirido a lo largo de los años, pueden y deben ser transmisoras de sabiduría y testigos de esperanza y caridad
La relación entre familia y ancianos ha de verse como una relación en la que se da y se recibe. También los ancianos dan: no se puede ignorar su experiencia, madurada a lo largo de los años. Aunque ésta, como puede suceder, no esté en sintonía con los tiempos que cambian, hay toda una serie de vivencias que pueden transformarse en fuente de numerosas sugerencias pare los familiares, constituyendo la continuación del espíritu de grupo, de las tradiciones, de las opciones profesionales, de las fidelidades religiosas, etc. Conocemos todas las relaciones privilegiadas que existen entre los ancianos y los niños. Pero también los adultos, si saben crear en torno a los ancianos un clima de consideración y afecto, pueden obtener de ellos sabiduría y discernimiento pare realizar opciones prudentes.
Ulteriores observaciones han de hacerse también por lo que respecta a la asistencia socio-sanitaria y de rehabilitación, que muchas veces puede resultar necesaria. El progreso de la técnica al servicio de la salud alarga la vida, pero no necesariamente mejora su calidad. Es preciso elaborar estrategias asistenciales que consideren en primer lugar la dignidad de las personas ancianas y les ayuden, en la medida de lo posible, a conservar un sentido de autoestima, para que no les suceda que, sintiéndose un peso inútil, lleguen a desear y pedir la muerte
La Iglesia, defiende la vida desde sus primeros albores hasta su fin natural con la muerte. Sobre todo para esta última fase, que a menudo se prolonga durante meses y años y crea problemas muy graves, apelo hoy a la sensibilidad de las familias para que acompañen a sus seres queridos hasta el término de su peregrinación terrena.
El respeto que debemos a los ancianos me obliga a elevar, una vez más, mi voz contra todos los métodos de acortar la vida, que se conocen con el nombre de eutanasia. Frente a una mentalidad secularizada que no tiene respeto por la vida, especialmente cuando es débil, debemos subrayar que es un don de Dios, en cuya defensa todos estamos comprometidos. Este deber corresponde, en particular, a los agentes sanitarios, cuya misión especifica consiste en ser «ministros de la vida» en todas sus fases, especialmente en las que están marcadas por la debilidad y la enfermedad.
La eutanasia es un atentado contra la vida, que ninguna autoridad humana puede legitimar, puesto que la vida del inocente es un bien del que no se puede disponer. Dirigiéndome ahora a todas las personas ancianas del mundo, quisiera decirles: amadísimos hermanos y hermanas, no os desaniméis: la vida no termina aquí, en la tierra; por el contrario aquí tiene sólo su inicio. Debemos ser testigos de la resurrección. La alegría debe ser la característica de las personas ancianas; una alegría serena, porque los tiempos corren y se aproxima la recompensa que el Señor Jesús ha preparado para sus siervos fieles. ¡Cómo no pensar en las conmovedoras palabras del apóstol Pablo: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí: sino a todos los que tienen amor a su venida»! (2 Tm 4, 7-8).
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